domingo, 2 de diciembre de 2012

Aquella sonrisa

Llegamos a Ruidera treinta minutos antes del amanecer. Mi padre se había empeñado en llevarme de pesca durante esas vacaciones navideñas, pero yo, con doce años entonces, valoraba fervientemente que tenía otras cosas en qué pensar. Ir en pleno invierno a una laguna a pasar el día me parecía algo inútil. Como era de suponer, la humedad calaba hasta los huesos en la laguna Salvadora cuando mi padre paró la furgoneta. Comenzó a sacar los aparejos, obligándome a ayudarle en una tarea que se me antojaba demasiado penosa como para hacerla con una sonrisa, como él. Pero, esa sonrisa se me acabó clavando profundamente en mi alma de niño durante aquella tarde. Mientras íbamos sacando algunas piezas, devolviendo al agua los peces pequeños, con un respeto al entorno casi mayor que a sí mismo, me enseñó gran parte de lo bueno que he visto en esta vida. Luego, al atardecer en la cueva de Montesinos, me terminó de mostrar lo más hondo de su corazón quijotesco. Hoy, treinta años después, cuando vislumbro la misma sonrisa, ahora afectada por la demencia, experimento la gratitud hacia un hombre que me enseñó todo lo bueno que puedo llegar a ver.

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